Paula Haro, mi hija, se hizo muy amiga de El Diablo, quien venía a buscarla a Chimalistac después de limpiar varios parabrisas en Insurgentes y Miguel Ángel de Quevedo. Flaquito, huesudo, sonriente, su pelo negro cual cortina sobre los ojos, El Diablo llegaba a desayunar, a comer o a merendar. No rechazaba el ofrecimiento de un regaderazo de agua caliente. Después de casi 20 minutos bajo el agua, aparecía con la misma ropa y su sonrisa resplandecía.
Para variar, andaba yo de preguntona y nuestro ritual duró algunos meses. Mi hija se mudó a Yucatán, y para mi tristeza El Diablo desapareció, pero hace unos felices días volvió a tocar a la puerta y pudimos dialogar:
–Mi nombre es Miguel Ángel Salazar González, tengo 34 años. Y usted, señito, ¿cuántos?
–Ay, voy a entrar a los 93.
–¿Tantos? ¡Si yo la veo caminar!
–Oye, Diablo, ¿desde niño te pusiste a trabajar?
–Como alrededor de los siete.
–Cuando conociste a Paula, ¿qué vendías en la calle?
–Lo mismo que hoy, dulces, chicles, paletas.
–¿Tenías a tu mamá y a tu papá?
–A mi mamá.
–¿Cuántos hermanos eran?
–Éramos ocho. Mi hermano Beto se desapareció. Los otros son Fernando, que es el mayor de los hombres y es albañil; sigue Tomás, que vende dulces como yo; sigue mi hermana Lourdes, que vende tacos de canasta en la avenida de la Paz; ella nada más trabaja ahí, el puesto no es suyo, pero ha llegado a ir a vender dulces en San Jerónimo.
–¿Ustedes son de San Jerónimo?
–No. Nuestra casa fue el parque que está frente a la Alianza Francesa, el San Luis Potosí.
–¿Ahí duermen?
–Sí, en francés.
–¿Quién te puso a vender?
–Mi hermana Ángeles, la mayor.
–¿Te pidió que ayudaras?
–No, a mí me sonaba más en aquel entonces como explotación, porque me quitaba mi dinero. Mi hermana Ángeles ya falleció; ella se quedaba con el dinero, se lo gastaba en sus cosas, se lo daba a su esposo.
–¿A qué horas se casó Ángeles?
–Se casó a los 12 o 13. Cuando yo tenía siete, ocho años, mi mamá falleció en Miguel Ángel de Quevedo, exactamente donde está la vinatería, la atropelló un micro de los que corren por Taxqueña, los de la ruta 1.
–¿Ustedes la vieron?
–No, estábamos en un lugar que acabábamos de rentar; por Zapotitlán, por Tláhuac, en la colonia del Mar.
–¿A tu papá nunca lo viste?
–Sí lo vi, pero no de chico, sino cuando ya estaba grande.
–¿Te ayudó?
–Pues no. Me quería abrazar, me quería decir: Mi niño
, pero pues yo ya era una persona no adulta, pero sí ya más grande, ya no lo necesitaba.
–¿Cómo te llamas de a de veras?
–Miguel Ángel Salazar González.
–¿Por qué te dicen El Diablo?
–Porque siempre fui muy tremendo de chavo.
–No es cierto, fuiste bueno, aquí venías a la casa y eras bueno, comías bonito, reías bonito, platicabas bonito.
–¡Ay, sí, pero aquí! Al no tener a mi mamá y andar en las calles viviendo, pues agarré el vicio del chemo con los mismos chavos de la calle.
–¿Qué es chemo?
–El amarillo, el resistol.
–¿Nunca te lo has quitado?
–Sí, porque tuve tres sobredosis. Un chavo de allá por donde vivía me llevó en su carro, él tenía como 25 o 26 años, él me llevó al hospital porque yo ya no tenía mucho pulso; si en 10 o 15 minutos no hubiera llegado, ahorita no estuviera aquí. Me metieron a Urgencias, me metieron sueros. Estuve como tres días. Luego entró una trabajadora social y me dijo que si no valoraba mi vida, que si no me quería yo, que quiénes eran mis papás; le dije que ya no tenía mamá y mucho menos papá, nada más a mis hermanos.
–¿Nunca te quisiste acercar a alguna institución del gobierno?
–No.
–Pero, ¿sabes leer?
–Tampoco, y quisiera aprender.
–¿Por qué no le dijiste a Paula?
–Porque pues el tiempo cambió, todo cambió.
–Pero tú venías aquí risa y risa.
–Pero Paula se casó y yo dejé de venir mucho tiempo, porque yo andaba en lo de las drogas, me quedaba todo el tiempo en la calle, día, noche, tarde, ahí amanecía.
–¿Cómo te saliste de las drogas?
–Pidiéndole mucho a Dios.
–¡Ay, si tú, Diablo! ¿Cómo era un día de tu vida?
–Difícil. Sin drogas era difícil.
–¿Con drogas te sentías feliz?
–Sí, porque olvidaba mi dolor.
–¿Cuál dolor tenías?
–Pues el de haber perdido a mi mamá tan chiquito. Siendo un niño de ocho años, me quedé sin mamá, sufrí golpes, maltratos.
–¿Quién te golpeaba?
-Ángeles, que me ponía a trabajar. Estar drogado era mi forma de olvidar lo que sentía por dentro.
–Y ahora, ¿qué haces?
–Ahora pues le doy gracias a Dios porque le pedí que me ayudara, que me tomara de su mano, y hoy traigo un mototaxi al que sube gente, pero a Chimalistac no entro por las piedras y la gente muy rechazante.
–¿Qué zona es buena para tu mototaxi?
–Tláhuac. ¿Conoce el panteón de San Lorenzo? Todo eso, de ahí para allá, hacia Zapotitlán, La Concha, en dirección a Chalco. ¿Conoce la estación Nopalera? (Su sonrisa de teclas blancas abarca todo su rostro.)
–No. ¡Oye, Diablo, tienes retebuenos dientes!
–Ni tanto.
–Y tienes bonita sonrisa. ¿Nunca quisiste acercarte al DIF?
–Nos quedamos mejor aquí en Viveros. Éramos ocho hijos: Fernando, Tomás, yo, Miguel Ángel, Teresa, Beto y otros dos…
–¿Tú tienes hijos?
–Sí.
–¿Cuántos tienes?
–Tres: dos hombres y una mujer.
–¿Cómo le haces para cuidarlos?
–Pues a veces se me complica porque pago renta del mototaxi, no es mío, sólo lo trabajo… Hay veces que me gano 500, 600, pero tengo que quitarle lo de la gas y lo de mi cuenta. ¡Un señor que tiene varios me renta el mototaxi a mis 34 años!
¡Ni por equivocación El Diablo tiene esa edad! Flaco, huesudo, su sonrisa de dientes blancos es preciosa, sus ojos brillan, a pesar de que alega con voz ronca que no la tiene fácil.
–¿Qué le ponías a la mona?
–Vas a la tlapalería y nada más dices que te den una lata de activo.
–¿Los dependientes no te dijeron que estabas muy chavito?
–No, eso no importa, y si sí, les pides de favor a otros más grandes que vayan y compren.
–¿Por qué decidiste que ya no?
–Porque quise dar un cambio a mi vida.
–Pero en la noche, ¿dónde dormías?
–En La Bombilla no pasa la policía, pero también en la terminal de Taxqueña; no te corren. También al padre Chinchachoma, no sé si se acuerde ahora que está usted viejita…
–Sí, sí me acuerdo, él invitaba a todos desayunar al Vips. Él se sentaba en una caballeriza a platicar conmigo y cinco o seis desayunaban en otra. Entre risas y algunas patadas debajo de la mesa, él pagaba el desayuno.