–¡Papá, no se puede pasar!

–¡Espérense, por algún lado debe estar la escalera!

El hombre y su caravana de niños siguen caminando.

–¡Papá, papá, allá está la escalera, pero bien lejesotes!

Muchos barrios pobres quedaron partidos a la mitad. El viaducto, los pasos a desnivel, dividieron su vida en dos. A ellos no les tocaron más que las escaleras. Los ropavejeros, los niños que van a la escuela, los jornaleros que tienen que pasar por arriba o por abajo del ancho cauce de los automóviles para llegar al otro lado, prefieren la escalera elevada. Desde allí se ven los coches, los techos de las casas, da el sol, sopla el aire… Doña Indolina teme a los pasajes subterráneos porque allá adentro hacen su guarida pandillas de muchachos holgazanes. Una vez hasta la asaltaron. Le quitaron sus misérrimas provisiones. Pero, pues, ¿qué le vamos a hacer? La miscelánea La Suriana quedó del otro lado, y don Mariano es el único que fía a Indolina.

Los viaductos, el anillo periférico, se hicieron pensando en los señores automovilistas y no en los señores que habitan las vecindades. Sin embargo, mientras se construían los pasos a desnivel, todos los señores automovilistas echaban pestes. ¡Me lleva la que me trajo! ¡Otra vez no hay paso! Esta ciudad es una calamidad. ¡Parece queso gruyer; agujero y agujero, bache y bache!

En cualquier punto de la ciudad aparecía un letrero de madera: Perdone usted las molestias que le ocasiona esta obra. Hoy por hoy, la Dirección General de Tránsito sigue repartiendo sus letreros, pero la fusión de agujeros y pasadizos ha hecho surgir una boa constructora, metálica y ondulante, que se estira, forma tréboles, se enrosca, bosteza, y, finalmente, abre su temible hocico. Los coches salen destapados del túnel costillar rumbo a Puebla, a Cuernavaca, a Querétaro. Tal parece que los conductores temen a la asfixia en el interior de los anillos concéntricos. ¡Esta carcacha está mal carburada! ¡Ojalá y no me falle aquí adentro! La boa periférica tritura el coche, quebranta el ánimo y el taponamiento se vuelve definitivo. Pero eso no quita que los habitantes de San Jerónimo Lídice, los de Barrilaco y de Lomas Altas afirmen, como encantadores de serpientes: Se hacen 10 minutos de aquí al centro.

En realidad, el pionero de los pasos a desnivel es el de San Juan de Letrán y 16 de Septiembre. Cuando lo construyeron ningún peatón quedó convencido de su utilidad. A nadie le gusta subir y bajar escaleras y ni quién quisiera descender al paso construido especialmente para los andariegos. En el túnel se habían instalado puestos de fritangas y refresquerías; olía a aceite recalentado y el humo se estancaba ennegrecido. A riesgo de morir entre las ruedas de coches y camiones, los peatones se pusieron a torear aletas y carrocerías. Atravesaron indemnes. Ni sudaron ni se acongojaron. La Dirección de Tránsito puso cadenas en las aceras, pero aún así, los de a pie se salieron con la suya; las franqueaban de un salto, por arriba, por abajo, como fuera. ¡Pero esto fue hace 20 años! Hoy hasta los perros han dejado de enfrentarse a los coches; la velocidad los ha hecho doblar la cabeza. ¿Quién puede con una avalancha de motores y de ruedas, de defensas y de cláxones cuya velocidad obligatoria es de 80 kilómetros por hora? ¿Y quién puede con una obra tan apantalladora? Fíjense ustedes, los ingenieros dicen que los túneles, los pasos subterráneos son costosísimos porque es necesario instalar un subsistema de bombeo para evitar que se llenen de agua.

Algunos pasos hasta tienen tres bombas y con todo y eso son numerosas las filtraciones. En la esquina de José T. Cuéllar y de Juan de Dios Peza, una caseta de bombas y un generador de 440 voltios jalan el agua del cárcamo y la arrojan al colector de agua de la ciudad. Cada ocho horas un vigilante releva a otro para mantener el buen funcionamiento de la maquinaria. Estos guardianes bien pudieron cultivar chinampas. Hoy custodian el asfalto, los postes, la electricidad y la costra de chapopote que todo lo uniforma (hasta son de chapopote los terrenos de juego infantil que se asoman como parches entre los contoneos del anillo periférico). Hoy los indios cuidan muros y cables. El jardín ha quedado sumergido. Tenochtitlan se doblega y da flores acuáticas que crecen para adentro. Sin embargo, a veces el anillo periférico tiene resplandores de río. Ondea bajo el viento. Su superficie adquiere brillos extraños, fulgores engañosos. Se eriza de olas azules minúsculas y graves, y los coches van meciéndose suavemente, los rayos del sol se estrellan en el parabrisas y el conductor se frota los ojos que se llenan de mil pedacitos de vidrio; agua congelada.

Dicen que hace poco hubo una víctima del espejismo. Una joven confundida se tiró desde el puente de los de a pie. Cayó en un mar de coches; la cubrió un aluvión de ruedas. Los periódicos no quisieron dar publicidad al hecho. El periférico estaba recién estrenado. Pero algunos testigos aseguran que la mano de la muchacha permaneció extendida en el concreto y que en el meñique llevaba un anillo –baratija cualquiera–, periferia de su dedo.

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