Llanos del Yarí. Una escuela en el fin del mundo, dotada con laboratorio de química, biblioteca con libros de Mark Twain y álgebra de Baldor, canchas profesionales de futbol y alojamientos para 200 estudiantes, se ha convertido en una gran alegoría del paisaje de la guerra y la paz que hoy coexiste en la caótica Colombia que le tocó gobernar a Gustavo Petro.

El Instituto Agropecuario y Ambiental Gentil Duarte exhibe sus techos rojos y sus blancas paredes en medio de las sabanas del Yarí, una extensa y rica región del departamento del Caquetá, puerta de entrada a la amazonía colombiana que acogió en los años 50 a centenares de miles de personas que huían de la violencia desatada por la guerra entre liberales y conservadores con saldo de 300 mil muertos.

Colonizado a punta de hacha y machete, este inmenso territorio ha ido mutando con el paso de las décadas hasta transformarse en una de las zonas más prósperas del remoto suroriente del país, ello a pesar de la perseverante ausencia del Estado y de las mil batallas que se han librado sobre sus planicies infinitas.

A mediados de los años 70, el Yarí albergó el laboratorio de cocaína más grande de la historia de las drogas ilícitas –Tranquilandia– que tenía su propia pista de aviación por la que despegaban aviones DC-3 cargados de polvo blanco de extrema pureza.

Hasta que llegaron los comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y mandaron a parar aquel multimillonario festín para luego asentarse en aquel mágico territorio surcado por centenares de ríos que atravesaban tupidas selvas, ideales para expandir su ejército campesino.

Desde entonces, las tropas de Tirofijo llenaron la ausencia del Estado y fueron autoridad única de la región: dictaron normas de convivencia, establecieron linderos y capturaron abigeos; hicieron precarias carreteras y levantaron puentes artesanales; bendijeron matrimonios y mediaron en divorcios tormentosos.

Permitieron que se sembrara más coca y cobraron impuestos por el trasiego de la droga, convertida luego en el gran combustible de la guerra.

Sentada en una mecedora de mimbre, con la mirada fija en el reluciente instituto que abrió sus puertas el viernes, Adriana Saldaña recuerda que hace 50 años, cuando era una niña, caminaba varias horas para llegar a la única escuela de la región, una casita de madera a la que le faltaba la mitad del techo, con una sola maestra para los 50 estudiantes de distintos grados que llegaban a clases después de haberse levantado a las 4 de la mañana a ordeñar vacas.

Adriana es dirigente de una asociación de campesinos del Yarí, hace parte de la junta de acción comunal de su vereda y tiene cinco hijos, la menor está en grado 11, alistándose para ir a la universidad. De todos mis hijos, la única que logrará ser profesional, parábola vital de cómo han evolucionado las cosas en las tierras de la Colombia situada al otro lado de la frontera invisible.

Se ríe cuando le menciono la larga lista de críticas que han llovido desde que se anunció la inauguración del instituto. Es muy fácil hablar desde las oficinas de Bogotá sin haber vivido en carne propia lo que hemos tenido que padecer nosotros durante años, reflexiona.

Sin inaugurarse aún, el lugar ya estaba estigmatizado y abundaron los reportajes que lo satanizaron. Lo que más molesta a sus críticos es el nombre: Gentil Duarte, homenaje a un comandante guerrillero abatido hace un par de años “que era como un padre para los pobladores de la región. La guerrilla no tenía la obligación de construir el instituto, eso le tocaba al Estado, comenta esta líder social que ha oído desfilar promesas durante años y ha visto cómo se han mutilado las ilusiones de varias generaciones. Gracias a la vida y a las FARC mis ojos pudieron ver lo que tenemos al frente, periodista, dice Adriana refiriéndose a las disidencias de esta insurgencia que nunca se acogió a los acuerdos de paz de 2016.

Una algarabía de niños nos interrumpe, pues acaban de llegar los libros que habitarán la biblioteca del instituto. De varias cajas de cartón emergen las Veinte mil leguas de viaje submarino y Las Aventuras de Tom Sawyer. Libros de química y física, una enciclopedia de geografía del mundo y muchas biografías de Simón Bolívar. Laura, de 12 años, atrapa un tomo de historia del futbol y lo abre con extrema curiosidad. Amo a Messi, dice cuando encuentra una página con la foto de su ídolo.

El instituto tendrá 200 estudiantes, 11 grados, laboratorios, área de informática, biblioteca, un parque infantil y tres canchas de futbol, una de baloncesto y otra de voleibol, una muy bien dotada cocina y un enorme comedor. Está ubicado en la vereda El Diamante y lo rodean un mar de cultivos de arroz y maíz, una trilladora y un gigantesco silo para almacenar los granos. En unos pocos meses florecerá una ciudadela cuyas calles ya están trazadas para que vivan allí profesores, agrónomos y administradores con sus familias. Antes de nacer, la aldea ya tiene cementerio y matadero.

Quien me explica este proyecto es Calarcá Córdoba, comandante del bloque Jorge Suárez Briceño de las disidencias de las FARC, considerado como el autor intelectual y material de la obra. Le enumero los peros que han salido en torno a su iniciativa: que el colegio no es legal pues no está formalizado por el Ministerio de Educación, que el nombre es una apología al terrorismo y –sobre todo– que lo hizo la guerrilla.

A pesar de los insultos y las estigmatizaciones, el Instituto Agropecuario y Ambiental Gentil Duarte es la prueba fehaciente de que somos un Estado dentro del Estado, contesta quien fuera el discípulo más avanzado de Gentil Duarte.

Momento de las transformaciones reales

“Nosotros creemos que ha llegado la hora de pasar de la carreta (palabrería) a las transformaciones reales. Estamos en diálogos de paz con el gobierno del presidente Petro y él ha dicho que el fin de la violencia se logra con transformaciones sociales, lo mismo que hemos pregonado durante décadas. Todo lo que usted ha visto en estos días, Botero, es una materialización de esas transformaciones.

Eso no quiere decir que hemos renunciado a un cambio de las viejas estructuras económicas y políticas a escala nacional, pero este es un paso en esa dirección, expone Calarcá desde el balcón de una vivienda que se asoma a la inmensidad de la llanura.

Hace apenas unos días estuvo reunido en San Vicente del Caguán con el jefe de la delegación negociadora del gobierno, Camilo González, y con el grupo interdisciplinario que lo acompaña en los diálogos. Acordaron seguir platicando a pesar de que una fracción importante de las disidencias –el Bloque Occidental que opera en Cauca, Valle y Nariño– se ha distanciado del proceso, en lo que parece ser una inevitable división de esta insurgencia.

Córdoba cortó ayer la cinta con la que se da por inaugurada la escuela del fin del mundo, y ahora dedica su tiempo a preparar una reunión que tendrá con delegados de varios ministerios enviados por el mandatario Petro para hacer de las transformaciones territoriales un camino hacia la más ambiciosa de todas las estrategias del gobierno nacional: la paz total.

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