Pekín. La esperanza de un festejo con pozole, tacos y pambazos saca de sus sitios habituales a los mexicanos dispersos del otro lado del mundo. Los metros de terreno donde se ubica lo que se considera la representación del país en esta ciudad son el centro al que se gravita, con el objetivo de buscar identidad en la celebración de la Independencia y abrigo alrededor de los amuletos gastronómicos.

La conmemoración del Grito de Dolores llegó unos días antes a Pekín, lo hizo el 12 de septiembre pues después coincide con un feriado chino –la Fiesta del Medio Otoño, que va del 15 al 17 de septiembre–; tomó un jardín del distrito de Chaoyang, que sirve como consulado de México, y lo vistió con tacos (de pastor, carnitas y campechano), tequila, cerveza, pan Bimbo y cactus.

 

Antes que nada, la bandera mexicana avanza en la escolta de una sola persona, el abanderado y ya. El embajador Jesús Seade Kuri pronunciará nueve vivas, ningún muera; todos respondidos por un coro que amplifica cada oda, como lo aprendió a hacer catorce usos horarios atrás, en México. 

 

“¡Mexicanos, vivan los héroes que nos dieron patria, viva Hidalgo, viva Morelos, viva Josefa Ortiz de Domínguez, viva Leona Vicario, viva la Independencia Nacional! ¡Viva México! ¡Viva México! ¡Viva México! (entre cada viva, la réplica: ¡Viva!). Luego vienen campanadas digitales que emulan a las de Hidalgo y el Himno. “Mexicanos al grito de guerra…”.

 

Terminado el homenaje a los símbolos patrios es hora de ir a otro altar de la identidad mexicana: la comida. Dos filas en las que se puede estar formado media hora desembocan en chalupitas, mole y churros; los tacos son de pastor, campechanos y de carnitas. Una vez hecho el juramento gastronómico a casa, viene el ritual de la música.

 

Seade camina por los jardines luego del protocolo. Zanja un intento de abordaje cuando suena La Llorona en voz de una soprano. “Estoy escuchando la música”, impone frente a un intento de saludo. “Yo la pedí”, matiza a su primer barrera que ya había sido suficiente para el repliegue. Su esposa, Dalcy Cabrera, compensa la convivencia con los asistentes.

 

Los más jóvenes –estudiantes de posgrado, de movilidad de la UNAM y de los Instituto Confucio que están ahí para aprender hanyu– ya comieron y se dedican a bailar. En medio de las salsas melódicas también se conocen. Lo más cercano a casa son esos otros danzarines que ya están organizando la ida al after –dijeran los chavos– en un restaurante mexicano.

 

El ánimo va en ascenso, pero esta fiesta patria en el consulado de Pekín dura tres horas, no más. Lo advertía la invitación. La cónsul agradece la visita e invita a la retirada. Ya no hay música y las luces del jardín llegan a parpadear. Varios asistentes siguen sentados en un pequeño pórtico; escucharon, pero no parecen dispuestos a moverse muy lentamente. 

 

Al final lo hacen, se dirigen a la segunda fiesta en un restaurante mexicano. Ahí se llega a bailar, beber y comer un poco más, pero el par de días que distan del 15 de septiembre en México hacen sentir que aún es necesario reunirse las tres noches siguientes. Ya en la madrugada, algunos se empiezan a retirar, pero antes preguntan “¿dónde es el grito mañana?”. 

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