Ciudad de México. Comparten la sangre, los nombres y el apellido paterno, la pasión por el boxeo y una larga sentencia en la cárcel. Ambos se llaman Juan Luis Espinoza, son primos hermanos y desde hace 18 años están unidos no sólo por los lazos familiares, sino también por la desgracia de haber perdido la libertad. En el penal de Santa Martha Acatitla, en el oriente de la Ciudad de México, el pugilismo les ofreció una razón para levantarse cada mañana sin pena, gracias a una rutina que sirve para engañar al encierro. Ayer, en ese centro penitenciario, uno de ellos recibió su licencia de peleador profesional y el otro lo asistió como su mánager en una esquina durante la primera función en la que alternaron reclusos y peleadores externos.

Juan Luis, el pugilista, fue uno de los seis internos que ayer obtuvieron su licencia como profesionales en este oficio, algo inédito en la historia del boxeo mexicano. Nunca antes se había certificado a alguien en situación de cárcel. De tal forma que esos seis peleadores presos recibieron por primera vez un sueldo por su trabajo, el mismo que se cobra en libertad: mil 500 pesos por round que pagaron las promotoras involucradas en la función en el penal de Santa Martha.

Si no haces algo cuando estás preso, enloqueces o te deprimes, cuenta Juan Luis, el entrenador, mientras su primo se prepara para subir al cuadrilátero en su debut profesional. “La cárcel es cabrona. Sólo hay que voltear y ¿qué ves? –se pregunta mientras mira de un lado a otro del penal–, cualquiera se bajonea con esto”.

El gimnasio es amplio y tiene un cuadrilátero reglamentario. Hay gradas a los lados. A la izquierda, los reclusos, todos de azul marino, emocionados porque gracias a esta función la monotonía de los días parece interrumpida. A la derecha, invitados, autoridades de seguridad y los familiares de los internos que pelearon ayer. Aquí todos se apoyan entre sí, el que gana recibe aplausos y el que pierde también, porque dicen que una derrota en estas condiciones está revestida con algunos jirones de triunfo.

La monotonía del penal de Santa Martha Acatitla se rompió ayer con una función de boxeo. Gustavo Segura (azul), quien perdió su combate ante Geovani Aldair, fue el primer reo en recibir su licencia de profesional. Foto ‘La Jornada’

Entre exclusas y puertas de acero

Llegar a esta arena improvisada supone un riguroso tránsito por pasillos y exclusas. Guardias que abren y cierran pesadas puertas de acero. Desde hace una década, las autoridades penitenciarias y la Comisión de Boxeo de la Ciudad de México han emprendido un programa para enseñar pugilismo a los internos y tras años de entrenamiento arduo, un puñado de ellos por fin se hicieron profesionales en cautiverio. Este día, sin embargo, los controles parecen menos severos. Hay un ambiente festivo, es por los presos que se volcaron al boxeo como náufragos a una tabla de salvación y al parecer lograron una forma de redención. Todo es como una función en libertad, aunque a lo lejos pueden verse los dormitorios y las ropas beige tendidas al sol sobre las rejas que recuerdan que esto no es afuera, sino adentro.

Cuando estás en la cárcel la mente te hace trampas, si no la pones a hacer algo creativo y positivo, te traiciona. El boxeo nos ayudó a mi primo y a mí a no darnos por vencidos. Gracias a este oficio nos levantamos temprano y con ganas de hacer algo por nosotros y por los demás en el penal, agrega Juan Luis, el entrenador.

Juan Luis, el púgil, por su parte, se faja con coraje ante Yassir Morales, otro boxeador preso que debuta profesionalmente, pero que viene del Reclusorio Norte. Los dos están motivados ante su bautismo como peleadores y porque sus familias están en las gradas del gimna-sio en Santa Martha. Quieren lu-cirse en este sábado repleto de buenos augurios para ambos.

Juan Luis gana por nocaut técnico en tres episodios. Yassir de todos modos está exultante; posa para las fotos y no deja de sonreír mientras extiende su licencia profesional para que todos puedan verla. Vencedor y vencido se abrazan y celebran como si el réferi no hubiera detenido la pelea, como ocurrió, y en lu-gar del veredicto de nocaut técnico a los dos minutos del tercer episodio, hubiera voceado un empate. Al final, como dicen los reclusos, aquí todos están ganando.

Después de triunfar, Juan Luis el boxeador hace una pausa para ir al área de ringside. Ahí lo esperan emocionados su madre y su padre, José Luis Rey Espinoza, quien lo observa desde una silla de ruedas, pues hace poco fue amputado de una pierna como consecuencia de la diabetes. Don José, sin embargo, luce radiante; está orgulloso de que su hijo sea desde hoy un púgil profesional, como esos que solía ver por televisión desde pequeño. Para ellos no es cualquier cosa tener un peleador en la familia, son del barrio de Tepito, de esas populosas calles donde el arte de los puños es una seña de identidad.

Juan Luis Espinoza, quien aparece junto a sus padres, muestra su certificación. Foto ‘La Jornada’

Enderezar el camino

Le dije a mi hijo que mi regalo del Día del Padre fuera que consiguiera su licencia de boxeador y, si se podía, que ganara el combate. Mire nada más qué mejor regalo puede tener uno como papá: ver a su hijo enderezando el camino, como todo un peleador profesional, expresa conmovido don José.

Hace 18 años que mi hijo y mi sobrino cayeron presos. Todavía les faltan dos para salir libres. Tener un hijo en la cárcel es muy duro, es algo que no se le desea a nadie. Uno está afuera y se vive la angustia de no saber cómo se encuentran adentro. Pero ahora, cuando veo que recibió esta licencia de profesional y que levanta las manos como ganador en el ring, pues me siento más tranquilo. Y sí, estoy muy orgulloso de mi hijo y mi sobrino, concluye don José Luis, el padre y el tío de dos personas que en un penal encontraron una forma de redención.

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