El Salón Los Ángeles estaba de bote en bote y la gente loca de la emoción. En el ring luchaban rudos y técnicos, ídolos de la afición.

“Métele la Wilson, métele la Nelson; la quebradora y el tirabuzón. Quítate el candado, pícale los ojos, jálale los pelos, sácalo del ring…” No es que los asistentes a ese lugar de recreo dancístico hayan coreado en el cuadrilátero instalado parte de Los luchadores, canción original de Pedro Ocádiz que el Conjunto África popularizó en 1983, sino que ese mismo grupo la dedicó a todos los protagonistas del pancracio nacional, uno de los deportes-espectáculo de enorme raigambre social en nuestro país, que el sábado celebró su día en diversos lugares y arenas.

En 2016, tras considerarlo parte de la cultura popular mexicana, el Senado declaró el 21 de septiembre Día Nacional de la Lucha Libre y del Luchador Profesional Mexicano. Después, en junio de 2018, el gobierno de la capital del país declaró la Lucha Libre Mexicana Patrimonio Cultural Intangible de la Ciudad de México.

Técnicos y rudos

El sábado, en el Salón Los Ángeles se organizó un bailongo dedicado a los guerreros que, con máscaras multicolor, ropa policromática ajustada, botas y melenas, nos revelan la lucha entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad. Es decir, la pelea entre los técnicos y los rudos.

El Conjunto África, además de La Nueva Familia, La Guadalupe Reyes Cumbia Orquesta y Son Chévere, agrupaciones de reconocida finura, ofrecieron sonoridad de cumbia, son y salsa, que puso a mover los pies de quienes fueron a festejar a sus combatientes favoritos, en un acto organizado por Fantasm, la Comisión de Lucha Libre Profesional de la CDMX y el propio recinto.

Antes de la tocada se montó un ring en el Salón Los Ángeles, donde se degustaron piruetas, volteretas, lances y llaves. También gritos como “los rudos, los rudos, los rudos…” y arriba los técnicos, los cuales incluso, en algunas ocasiones cayeron como frutas maduras sobre el público, que respondió: Pinches montoneros, pinche réferi vendido.

Pocas personas se pudieron resistir al asombro y a expresar catarsis de diversión al presenciar los movimientos de cuerpos grandes y voluminosos al hacer contorsiones gráciles propios de bailarinas de ballet. Esa es la lucha libre mexicana, tan kitsch que puede ser muy artística y cuyas raíces se remontan a la época de la Intervención Francesa, cuando se empezaron a desarrollar exhibiciones de lucha grecorromana protagonizadas por deportistas europeos –en su mayoría franceses– en varios sitios.

Durante el porfiriato se hizo cotidiana la práctica y presentación de la lucha grecorromana en la Ciudad de México, cuya primera función, según está registrada, se llevó a cabo el domingo 18 de julio de 1897 en la extinta Plaza de Toros de Bucareli. En la tercera década del siglo XX, la lucha libre mexicana adquirió el perfil del catch-as-catch-can francés, que combinaba la grecorromana con la lucha estadunidense.

El 21 de septiembre de 1933, Salvador Lutteroth González, Salvador Lutteroth Camou, Miguel Corona y Francisco Ahumada inauguraron la Arena México, donde se iniciaría ya como industria de espectáculo. El Coloso de la Doctores –como tiempo después sería conocido– fue fundamental para el florecimiento le la lucha libre mexicana.

Fue hasta 1934 cuando se presenta el primer luchador enmascarado en México.

Anoche hubo enmascarados como Los Payasos y Los Alebrijes; también exóticos como Soy Raymunda y Zorayita López. Todos se entregaron a la lucha de la luz y la oscuridad, en la que, como siempre, ganó el respetable, que no sólo gritó, sino tuvo la oportunidad de practicar sus mejores pasos al ritmo tropical, y sobre todo, convivir con los gladiadores del encordado, que no pulieron las tablas, lonas y resortes del cuadrilátero, sino el mismísimo piso del llamado Templo del baile porque también le entraron al tíbiri, que duró culminó casi hasta la medianoche.

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